Constelación negra

Súbitamente tiré el cepillo de dientes. Me venían a la mente, en ráfagas quemantes, las imágenes del verano recién pasado. Estoy en una playa negra y el sol brilla plateado sobre el agua, pero yo no veo nada. El agua está encima de mí, luego ya no. El agua me levanta y me hunde, me suspende, de alguna forma floto.

Tomé el cepillo de dientes, le eché pasta de nuevo y terminé de hacer lo que estaba haciendo. Me pareció ver un gato mientras salía de la casa y caminaba por las calles cortas de la población; color blanco-plateado como el camino del sol en el mar.

Subí al bus y estaba lleno. Apenas pagué, caminé haciendo equilibrio hasta el fondo, donde me pareció ver un asiento vacío. Me moví entre las personas, todas grises, con los ojos pegados. Todos fríos. Llegué al fondo. Podía ver, por el vidrio trasero del bus, la carretera retrocediendo. Las luces del camino también retrocedían y debajo del marco de la ventana derecha, mi asiento.

Me acomodé y quise dormir. De a poco se me pasaba el frío, se me calentaban las manos y la nariz. Al lado una señora roncando. Amplia, gigante, gorda enorme como tres vacas y mi cuerpo la orbitaba entrampado en el pequeño espacio que me quedaba. Ahora sí puedo dormir, creí, porque apenas cerré los párpados, la luz blanca entró y no pude moverme.

De nuevo, sol sobre agua gélida en verano pero no puedo verlo. Agua arriba, abajo y peso tres mil kilos de plomo y me hundo. Puedo respirar. La arena suspendida en el mar parece una pequeña nebulosa negra. Y el sol. De pronto me rodean miles de nebulosas, unas negras, otras naranjo-amarillas como el sol, otras plateadas, otras rojas. Sangre, pregunto en la confusión de los remolinos. Y sentí la punzada en el estómago. Estoy herido, me lamento. La sangre se mezcla con la arena y todo se diluye en el mar. El sol cae y las aguas se ennegrecen. Miedo, viento, agua,  miedo.

Desperté en el terminal de buses. La gente se aglutinaba en el pasillo minúsculo para salir rápido. A trabajar, a lo que sea. La mujer enorme que roncaba a mi lado ya no estaba. La busqué en la multitud agitada, pero no. Amanecía al fin. Los pasajeros ya no eran todos grises, les pude ver las chaquetas; verdes, azules, rojas. También las caras. No los reconozco: mucha distancia entre los unos y los otros, mucho sueño y mucho frío y muchas ganas de hundirse en los asientos duros en silencio total, separados para siempre como estrellas.

Estrellas negras, pensé. Y me bajé del bus, marchando con las manos entumecidas.